Una familia se sentó a la mesa, en determinada mañana, para tomar el café. Como era costumbre, el padre hizo la oración de agradecimiento por el alimento, pidiendo a Dios que bendijese lo que estaban comiendo. Luego a seguir, como era su mala costumbre, empezó a murmurar sobre los tiempos difíciles y las luchas por las cuales estaban pasando.
Reclamó de la pésima comida que eran forzados a comer, de la forma como ella era preparada y mucho más. Su hija pequeña, interrumpiéndolo, habló: “¿Padre, cree que Dios oyó lo que dijo algunos minutos atrás?” “Ciertamente”, contestó el padre con aire confiado de un buen instructor. “¿Y Él oyó lo que usted dijo sobre el café y lo que comemos con él?” “Desde luego”, el padre contestó, pero no con tanta confianza como antes. Entonces, su pequeña hija preguntó nuevamente: “Entonces, padre, ¿en cuál de sus dos palabras Dios creyó?”
¿Será que tenemos el mismo hábito malo del hombre de nuestra ilustración? O confiamos en Dios o no confiamos. No podemos agradecer por sus atenciones y por sus bendiciones y continuar reclamando de todo y de todos. O nuestra fe está firme en el Señor, creyendo que todas las cosas cooperan para nuestro bien, o necesitamos mudar nuestra confesión y lo que es, de hecho, real en nuestra vida espiritual.
Cuando el Señor Jesús está en nuestros corazones, toda nuestra vida está llena de placer. Nos alegramos tanto cuando pasamos por momentos de grandes victorias y abundancia como cuando enfrentamos fracasos y escasez. Nuestra dicha no depende de lo mucho o de lo poco, de bonanza o de batallas, de glorias o anonimato, sino simplemente de tener a Jesús como Señor y Salvador de nuestras almas. ¡El Señor es nuestra alegría! ¡Glorias a Él por todo!
LECTURAS
domingo, 28 de mayo Juan 16:20
lunes, 29 de mayo Filipenses 4:4
martes, 30 de mayo Juan 16:22
miércoles, 31 de mayo Lucas 15:6
jueves, 1ro de junio Romanos 15:13
viernes, 2 de junio Salmos 94:18-19
sábado, 3 de junio Santiago 1:2
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